Aún me acuerdo de ese brillo. Aquella mirada nítida y limpia. Todo era de lo más normal, hasta que apareció aquella distorsión al otro lado del espejo.
Recuerdo un gesto. Un hilo de luz. Una mueca, como si desde lo más profundo de aquella mirada, alguien me sonriera. Y sin saber como, mi pupila dejo de ser mi pupila, y se convirtió en la suya.
Vi toda la maldad que un brillo puede engendrar. Sentí su frío como un calambre. Un frío, mezquino y despiadado recorriendo mi cuerpo. No había voces. No hacía falta. Su pensamiento era el mío. Supe lo que él sabía. Supe lo que se proponía. Quería salir. Quería salir y yo no sabía frenarlo.
Incapaz de moverme un ápice, vi como empezaba a reptar, buscando la luz. Buscando la salida. No encontró resistencia a su paso. Mi voluntad no era ya mía. Contrayendo cada músculo de mi cara, me mostró la suya. Mía, suya. Mía, mía. Toda suya. Aquella cara no era humana, pero de alguna manera seguía siendo la mía. O no. Era como mirar a un infinito conocido. A un pozo donde nadan todos tus secretos. Algo embebido de vergüenzas y bajezas. Y sin embargo en su mirada había gozo y delirio. Había un loco. Un sádico. Y en esa cara poseída, pude distinguir a un compañero de fatigas. Alguien con quien había compartido cada momento de flaqueza.
Llevaba ahí dentro toda una vida. Y eso es lo que más me atormentaba. No tanto la maldad que desprendían sus ojos, sino lo familiares y cercanos que me resultaban. Era la primera vez que me enfrentaba a ellos, pero no la primera vez que los veía. Los reconocí de relámpagos en espejos y cristales. Siempre a mi lado. Fugaces, pero presentes en cada decisión y en cada momento de rabia. Eran lo más parecido a los ojos del hermano que nunca tuve. Un hermano que estaba intentando salir de ese cuerpo. O hacerlo suyo. Ante esa idea, el pánico me sobrecogió, y cerré los ojos, a tiempo de evitar que saliese de su escondrijo.
Se quedó dentro. Como siempre estuvo. Dentro. Donde siempre ha estado.
No ha vuelto asomar. Al menos no así. Quizás porque no le haya dejado, quizás porque no haya querido. Sea como sea, a veces siento esa sonrisa socarrona en el fondo de mi pecho, y temo por lo que pueda estar tramando.
domingo, 6 de diciembre de 2015
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