De vuelta a casa, tras una escapada por la ciudad, observo a la gente que me acompaña en el autobús. Todos callados. Todos fineses. Todos con la mirada perdida en la inmensidad de la noche nórdica. Ilumina el cielo una luz amarillenta, parecida al clamor de las farolas de una noche de bohemia. Obscuridad eterna.
Pero hoy, todo es más claro. Me bajo del autobús, una parada ántes. Aunque más largo, el camino bordea el mar, y la noche lo merece. La primera nevada se hace patente nada más poner el pie en el suelo. Pese a la ropa, noto como el frío me envuelve, y me empuja a andar. Me hundo en los pocos centímetros que han conseguido cuajar, como si de almidón se tratase. Una alfombra blanca se extiende ante mi. Escojo, caprichoso, donde dejar el rastro, de mi vuelta a casa. Me esfuerzo por andar firme, como si de ello dependiese la huella que voy a dejar. Busco la huella perfecta a cada paso que doy. La nieve crepita bajo la suela de mis botas, con un sonido hueco. Mi mente, como siempre, incapaz de conformarse con el estallido de sensaciones que la noche me brinda, se pregunta cuantas bofetadas me daré haciendo el gilipollas en la nieve, antes de que acabe el año.
Una suave brisa invernal sopla del Este, creando olas que se pierden entre los juncos. Un escalofrío me azota, y tras la bufanda que envuelve mi cara helada, se esboza una sonrrisa.
miércoles, 4 de noviembre de 2009
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