Haz un silencio antes de hablar. La situación lo requiere. No hacen falta violines, solo la solemnidad de un silencio inverosímil. Bien. Continua.
Hablemos de algo fútil. Hablemos de la vida. Hablemos de que cojones hacemos aquí. Parece ser que todo el mundo sabe a donde va y que hacer. Parece que el admitir que uno no tiene ni puta idea de que hace en este mundo es un pecado. Algo por lo que tus padres te esconden en la alcoba hasta que se marchan los invitados. Y tu sigues viendo caballos blancos galopando hacia una inmensidad que se te antoja bonita. Y te preguntas si acaso eso no es lo que importa. Correr hacia un vació, y dejarlo todo en el desfiladero. Todo por ese momento de libertad e irreflexión.
Pero en este mundo eso no sirve, porque por lo que yo he visto, siempre hay un mañana. Llegará el día en el que no lo haya y todo importará una mierda. Pero hasta entonces, habrá despertares, y esas alegrías e irresponsabilidades atentarán contra tus libertades futuras. ¿Y entonces que cojones hacen esos caballos corriendo en mi cabeza? Una tara más. Otra para la larga lista de sin sentidos que almaceno. Y es que solo un loco intentaría darle sentido a un mundo como este.
Recuerdo siendo pequeño y pensando la altura a la que volaban los adultos. Con un sinfín de decisiones que tomar. Dilucidando entre responsabilidades y quehaceres, Transcendencia sobre transcendencia. Dejando huella en cada latido. Al menos eso pensaba. Sin embargo, ahora que lo veo de cerca, siento el terror de la mediocridad. Ante mi una gran mentira. Mundana y farragosa, y que a la vez no puede ser más real.
Con la suerte siempre guardándome las espaldas, y el pan bajo el brazo, se abre la brecha al inconformismo y a la locura. Demasiado tiempo para pensar. Demasiados caballos y niños muertos, como para poder entenderles. Como para entender a nadie. Entiendo a los caballos y a las moscas, pero no entiendo a mis semejantes. Y en mi batalla por encontrar un hilo de coherencia en esta patata de mundo, acabo enmarañado. Inmovilizado por mis propias ganas de darle un puto sentido a todo.
Se supone que tengo que decirle adiós a mis caballos y a mis rinocerontes, y asumir la vida de rectitud y mediocridad emocional que ellos tienen. Buscar metas realizables y no pensar, por que cuando pienso vuelven a encerrarme en la alcoba, y solo veo las espaldas de las personas a las que debería de ver las caras. Y me miento, y me lo creo, y juego a ser como ellos, y me muero por dentro, hasta que mis pulmones piden oxigeno y exploto con una bocanada de aire esa gran farsa que intentaba construir. Y hago daño a las personas que quiero y más a mi mismo. Y busco un mundo de marcianitos de colores y unicornios, tan raros como yo. Pero resulta que son gente normal con antenas pegadas a sus cabezas, jugando a ser distintos. Y me vuelvo aún más loco y más distante. Y me escondo en ese mundo de caballos y alcobas, sin ser capaz de olvidar que existe otro mundo ahí abajo, donde la inocencia es considerada una debilidad.
Y así, termino. En tierra de nadie. Como en una maquina de tortura medieval, donde mis pies pertenecen a una realidad pegajosa e indeseable, y mis brazos a unas nubes en las que ya no creo, pero que siguen tirando con la ilusión escéptica y menguante de un mundo mejor. Y entre copa y copa, no sé que duele más. Si que me estiren hasta que me rompa en dos, o que los dos suelten y me quede flotando en la soledad del limbo.