Bueno viene, bueno va. Puro y etéreo, lo bueno se disfruta, y al hacerlo se evapora sin dejar rastro. Como un gas perfecto desaparece con un alegre remolino de color. Como mucho, un recuerdo agradable en la memoria, para torturarte en los días grises.
La mierda sin embargo, es mucho más divertida. Llega y te mira desafiante, y te dice: "Hazme sitio que he venido para quedarme. Voy a aparcar ahí, entre tu orgullo y tus vergüenzas. Justo encima de tu conciencia, para poder mearla cada mañana, así que no te molestes en limpiarla. Es mía. Me pertenece, así que acostúmbrate a esto."
Y es que por mucho que uno quiera ser el caballero de la blanca armadura, la mierda siempre gana. Cuanto más la combates, más te manchas. Más salpica. Al principio son solo unas gotas, unas pequeñas manchas que intentas disimular. Pero cuando te enfrentas a ellas en una noche de sinceridad empiezan a expandirse, y lo que antes era un blanco perlado se vuelve ocre primero y marrón después. Y al final, resignado, y apaleado asumes el negro como tu color. Asumes que ya no hay inocencia que mantener, ni conciencia que salvar. Asumes que estás podrido, y que cada mancha de mierda es una medalla, en un triste historial de derrotas morales.
domingo, 23 de agosto de 2015
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